sábado, 17 de marzo de 2012

Palabras que llegan, se pronuncian y desaparecen.

Son palabras que nunca deseas escuchar pero que acuden a ti sin avisarte. Llegan, se pronuncian y desaparecen. 
Pero el mal se queda, y el pesar pesa. Pesa y te hundes. Y sin darte cuenta ya has tocado fondo.  
Pasan los minutos, las horas, incluso más tiempo del que te imaginas, y todavía sigues en la oscuridad. 
Los días se convierten en noches y no hay luz en las farolas.  Te quedas asombrada por el silencio del crepúsculo e intentas avanzar a ciegas. Pero es lo más tonto que puedes hacer: caminar sin saber con qué ridícula piedra vas a tropezarte. Y eso duele. Duele mucho más que la simple caída. Porque si tropiezas te levantas, pero ahora no logras hacerlo y permaneces     en el suelo. Analizas tu alrededor y no ves a nadie, ni tampoco nada.
¿Dónde estás? ¿Vas a volver? No me contestes ahora, quiero intentar levantarme por mí misma. 

Porque si vas a volver, hazlo sabiendo que podemos tropezar mil veces.
Mil veces con la misma pequeña piedra que un día nos hizo desfallecer.

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